domingo, 9 de noviembre de 2014

Día 2 - Lhasa

Por fin llegó el día. Tras más de seis meses desde que empecé a dar forma a nuestro viaje, hoy era uno de los días que con más ansia había estado esperando durante todo este tiempo, hoy pisaríamos por primera vez suelo tibetano. Nuestro avión hacia Lhasa salía a las 6:45 am, así que tocaba madrugar, aunque yo no había pegado ojo en toda la noche. El jet lag, más las dos chicas chinas compañeras de habitación que no tenían otra hora para ducharse que a las 23:00 h, me habían impedido descansar algo, así que a las 3:30 h sonó el despertador, pero no costó nada levantarse. Enseguida nos pusimos en marcha hacia el aeropuerto de Chengdu, y una vez llegamos, me sorprendió que no nos revisaran el equipaje ni las mochilas que llevábamos en la espalda. Había leído que los controles eran bastante estrictos para los extranjeros que volaban a Lhasa, pero de nosotros no encontramos ningún control que se saliera de lo normal.
Embarcamos en nuestro avión, y tras dos horas de vuelo, llegábamos a nuestro destino, la capital de Tíbet, Lhasa.
Al salir del avión, tampoco encontramos controles excesivos, tan solo nos comprobaron nuestros pasaportes y nuestro permiso de entrada a Tíbet, así que una vez pasados estos controles rutinarios, salimos del aeropuerto con la alegría de pisar suelo tibetano.
Nada más salir nos esperaba nuestro guía, Tenchuong, quien nos recibió con unas "katas", una especie de bufanda de seda blanca, que se coloca en el cuello y es un símbolo de bienvenida y reconocimiento mutuo entre quien la ofrece y quien la recibe. Nos quedaba claro que íbamos a aprender muchísimo durante los días que íbamos a pasar en este país. Tras las presentaciones, montamos en el coche y teníamos por delante una hora de recorrido hasta llegar a la ciudad, tiempo que nos sirvió para comenzar a disfrutar del paisaje tibetano. No queríamos perdernos el más mínimo detalle.
Una vez llegamos a nuestro hotel, Dhondup, el jefe de la agencia nos estaba esperando en el hall del hotel, y estuvimos repasando con él todo el itinerario del viaje.
El día de hoy lo teníamos a nuestra disposición, así que una vez dejamos nuestras mochilas, nos fuimos lentamente a recorrer sin rumbo fijo la ciudad.


Y digo lentamente, porque una de las recomendaciones de Dhondup era precisamente esa, que no hiciéramos esfuerzos bruscos y no camináramos en exceso, ya que Lhasa se encuentra a una altitud de 3650 mts. sobre el nivel del mar, y estos tres días que íbamos a pasar en la  ciudad nos servirían para irnos aclimatando poco a poco a la altura.


La verdad que uno no es consciente de la altura a la que se está en ningún momento, pero enseguida que haces un mínimo esfuerzo, aunque sea subir una escalera de tres o cuatro escalones, enseguida nota los efectos de la altura. Antes de viajar a Tíbet había leído mucho sobre el mal de altura, pero creo que no hay que volverse loco, si se siguen los consejos de la gente de allí (hidratarse mucho, no hacer sobreesfuerzos los primeros días.....), no hay nada de que preocuparse. Muchas veces el mal de altura es más psicológico que otra cosa.
Una de las cosas que más me gustó de la agencia de Dhondup fue que aunque llevábamos guía, cosa obligatoria para visitar el país, teníamos mucho tiempo libre para nosotros. Los días que estuvimos visitando Lhasa, quitando las horas que estábamos visitando los templos (no se puede entrar a ellos por tu cuenta), el resto lo teníamos libre para movernos por la ciudad como nosotros quisiéramos por nuestra cuenta y sin guía (al parecer el gobierno hacía un poco la vista gorda), así que más que guía, se podía decir que llevábamos acompañante, cosa que agradecíamos.
Salimos del hotel con rumbo al centro de la ciudad, aunque sin mapa ni rumbo fijo, solo queríamos ver la ciudad por primera vez, y casi sin darnos cuenta aparecimos en un puesto de control de policía que daba paso a una plaza.



Lamentablemente esto es algo a lo que uno se tiene que acostumbrar cuando viaja a Tíbet. Había leído mucho sobre los controles de policía que había en el país, los continuos puestos de control a los que había que someterse, y al control que había en toda la ciudad y el resto del país, y eso es algo que enseguida se hace palpable nada más poner los pies en él. No solo son los controles que hay, es que además en los sitios más turísticos podemos encontrar puestos de policías cada cincuenta metros. Es algo que por mucho que uno lea, no se puede imaginar hasta que punto es real. Lamentable que esto se permita. Además del control policial, uno enseguida se da cuenta del bombardeo propagandístico de banderas chinas. Toda la ciudad está llena de ellas (de hecho está prohibida la bandera de Tíbet y cualquier foto del Dalai Lama). Comercios, calles, plazas, casas.... toda la ciudad está completamente inundada de banderas.
Decidimos pasar el control y sin saberlo aparecimos justo delante del templo de Jokhan, el centro espiritual de Lhasa. Enseguida me fascinó el lugar, y es que nos encontrábamos en el corazón de la ciudad. Se trata de una plaza, Barkhor, en la cual está situada este templo de Jokhan, el templo más famoso de la ciudad con permiso del Potala. Se trata de una plaza donde montones de peregrinos, monjes y turistas la recorren en sentido a las agujas del reloj, mientras unos rezan y cantan sus mantras sagrados mientras andan, y otros la recorren arrastrados por el suelo rezando y cantando, en un ritual que repiten al menos tres veces.



Una delicia para todos los sentidos, y es que la espiritualidad de este lugar se percibe en cada esquina de la plaza. Una vez paseamos por el lugar y nos deleitamos de las primeras horas en el país, nos fuimos a comer y descansar un rato, ya que a estas horas el cansancio era total.
Tras una mini siesta, marchamos de nuevo a conocer un poco la ciudad, y esta vez sí que íbamos con un destino en mente, no podía ser otro que el Palacio de Potala, el emblema de Lhasa y seguramente del país entero. No quedaba muy lejos de nuestro hotel, así que aprovechamos para ir paseando tranquilamente e ir conociendo poco a poco la ciudad. Ni que decir tiene que con las pocas horas que llevábamos en ella, ya se palpaba que aquella ciudad era diferente.


Por muchas fotos que había visto del Palacio de Potala (que habían sido muchísimas) es imposible no sorprenderse cuando uno está delante de él, y es que el lugar transmite una fuerza que atrapa nada más llegar. Montones de peregrinos lo recorren en sentido a las agujas del reloj, al igual que el templo Jokhan, mientras nosotros lo recorríamos hipnotizados por su belleza y su poderío. Plantado allí arriba en su montaña, vigilando toda la ciudad. Ahora sí que podía decir que no era un sueño, estábamos en Tíbet.


Lo recorrimos por su parte exterior, sin poder dejar de mirarlo una y otra vez, hasta que tomamos de nuevo el camino de regreso a nuestro hotel.
Volvimos a pasar de nuevo por Barkhor y Jokhan, y de nuevo volvimos a dar otra vuelta al templo, ya que es imposible pasar por este lugar y no detenerse en él. Es un lujo poder sentarse en uno de sus bancos y simplemente deleitarse con la vista que uno tiene delante suyo. Sólo ver pasear a la gente es un éxtasis para la vista. Uno podría pasarse el resto de su vida sentado en esta plaza.



Decidimos poner punto y final a nuestro primer día en Lhasa, ya que a última hora de la tarde el cansancio podía con nosotros, y al día siguiente comenzaban las visitas a los templos, así que había que estar recuperados del todo para la mañana siguiente.


Regresando a nuestro hotel, pudimos comprobar de primera mano la altitud a la que se encuentra la ciudad, ya que quisimos subir las escaleras de un puente para cruzar la calle, y como habíamos estado paseando todo el día sin ningún tipo de problema, me dio por subir las escaleras un poco más rápido de lo normal. El dolor en el pecho y la falta de respiración fue instantánea. Incluso una pareja de tibetanos que subían conmigo las escalaras se percataron de mi imprudencia, así que comenzaron a reírse nada más verme sin aliento. Fue algo divertido, y que nos recordaba que con la altura no se juega, pero ya he comentado que no hay que volverse loco, no hay que darle más importancia de la que tiene.

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