Lo primero que hice nada más
despertarme fue comprobar que tiempo hacía, ya que hoy más que nunca
necesitábamos un día despejado. Hoy era el día en el que nos encontraríamos
cara a cara con el gigante, hoy íbamos a visitar a Chomolungma, la madre del
universo para los tibetanos, el gran monte Everest para nosotros.
Tras el desayuno nos pusimos en
marcha y enseguida comprobamos como el paisaje comenzaba a cambiar. Se volvía
un paisaje mucho más inhóspito, más árido, señal que nos acercábamos a las
grandes montañas.
Fue al llegar al pueblo de Old
Tingri cuando todo cambió. Desde la carretera aparecían por primera vez los
primeros ocho miles. A lo lejos el monte Everest (8.848 mts.) y mucho más cerca
el Cho Oyu (8.201 mts.), la emoción era máxima.
Aún estaban muy lejos, pero sin
duda esa primera vez era algo inolvidable. Tras las primeras fotos nos pusimos
rumbo a EBC.
Llegamos al cruce del campo base
de Cho Oyu y nos desviamos a la izquierda. Dejamos de ver la montaña por un momento,
y de repente justo delante nuestro la volvíamos a tener, enorme, nevada,
preciosa. Un paisaje inolvidable.
Continuamos la marcha sobre excitados por lo
que habíamos visto y sobre todo por lo que íbamos a ver, así que no dejábamos
de mirar por la ventana de nuestro coche todo lo que el lugar nos regalaba.
Cada parada era un regalo para la vista.
De repente nos adentramos en un
valle desértico, sin vida aparente, aunque alguna pequeña aldea que de vez en
cuando aparecía de la nada le daba el lado humano a esta parte de la montaña.
Continuamos
por un camino casi impracticable que cada cierto tiempo nos regalaba postales
para la vista, hasta que tras unas tres horas de ruta, apareció. Justo delante
nuestro se dejaba ver "la madre del universo" en su estado más
salvaje, majestuosa, blanca, imponente, preciosa. Teníamos cara a cara a
Chomolungma, el monte Everest. Una imagen vale más que mil palabras.
Cuando uno comienza a viajar
siempre tiene sueños que sabe que son solo eso, sueños que difícilmente se pueden
cumplir. Lugares imposibles que uno tiene en su cabeza y que sueña en conocer
algún día, pero que en su subconsciente sabe perfectamente que quizás nunca
pueda ver. Pues esta imagen que yo tenía ahora mismo justo delante de mi era
uno de esos sueños, tenía al monte Everest delante de mí y ese momento tenía
que disfrutarlo, había conseguido llegar hasta allí.
Tuvimos la suerte de verlo en
todo su esplendor, pero esa suerte duró segundos, ya que ni siquiera nos dio
tiempo a bajar del coche y hacer una foto con la cima despejada. Ya nos había
comentado Tenchuong que la montaña se tapaba en cuestión de minutos, pero daba
igual, el sueño ya estaba cumplido.
Con la adrenalina todavía
circulando por nuestro cuerpo, fuimos a visitar uno de los monasterios más especiales
de Tíbet. Se trata del monasterio de Rongbuk, el monasterio más alto del mundo.
En él habitan 30 monjes y 30 monjas budistas. Se encuentra a 5.100 metros de
altitud y desde él se obtienen unas
vistas sobre la montaña inolvidables, de hecho es descrito como uno de los
lugares con las vistas más espectaculares del mundo, cosa de la que puedo dar
fe.
Tras la visita al monasterio, nos
fuimos al que sería nuestro alojamiento, nuestro campo base. Se trata de un
campamento montado justo antes de llegar al campamento base de las expediciones
de montaña, situado entre el monasterio de Rongbuk y campo base.
Son tiendas de
campaña grandes donde no hay habitaciones, simplemente hay camas repartidas por
toda la tienda y uno duerme donde le asignan. Pequeñas pero cómodas. Y es que
no hay que olvidar en el lugar donde nos encontramos, todo un lujo.
A estas alturas del día la
montaña se encontraba totalmente tapada, así que dábamos por hecho que
tendríamos que esperar hasta el día siguiente para intentar tener algo de
suerte y poder verla de nuevo despejada, hasta que de repente Chomolungma fue
generosa con nosotros y nos regaló otra vez unas vistas de su cima sin nubes.
Esta vez no íbamos a dejar pasar la ocasión y nos fuimos rápidamente hasta el
campo base (5.200 mts.) que se encuentra un poco más arriba de nuestro
campamento.
Subimos a los buses que te llevan hasta allí y de repente volvíamos
a estar cara a cara con ella. De nuevo la emoción era máxima. No podía dejar de
mirarla, era imposible. Me sorprendía el silencio que había en todo el valle,
ya que el respeto a la montaña por parte de todos los que estábamos allí era
evidente. Había merecido la pena todo el esfuerzo que había costado llegar
hasta aquí.
Regresamos a nuestro campamento donde pasaríamos la noche. A estas horas
de la tarde el campamento estaba lleno. Montones de personas nos agolpábamos a
las afueras de este para ver la puesta de sol.
Aunque algo tapada, la mitad de
la montaña se veía bañada tímidamente por los rayos del sol. El campamento se
iba poco a poco quedando a oscuras, mientras las chimeneas de las tiendas
comenzaban a desprender el humo de sus rudimentarias cocinas. El frío invitaba
a retirarse. El amanecer nos esperaba. Sin duda este lugar era especial y
teníamos la suerte de estar en él.
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